Al lado de los muertos: un posible acercamiento a Arima
Todos los personajes de Arima (Jaione Camborda, 2019) buscan algo.
Camborda nos muestra la fachada de un pueblo pequeño cerca de la montaña; los tejados, el ambiente húmedo. Un grito rompe la melodía de la escena: “¡Olivia!”. Una madre, Elena, llama a su hija, que se ha perdido. Es Julia quien da con Olivia, y juntas esperan a que llegue la madre. Julia vagaba por el pueblo y, después del encuentro, continúa su camino hasta que decide entrar en una casa abandonada. Explora sus interiores, investiga el mobiliario, encuentra su nombre grabado en la madera. No sabemos lo que busca. En la noche, Nadia se encuentra con David y sus perros. David está persiguiendo a un hombre moreno que escapa corriendo por la aldea; no sabremos mucho más de este hombre.
Estas tres escenas sitúan la película en tono y tema, le dan sus coordenadas dramáticas y estéticas, revelan que todas las acciones de los personajes vienen marcadas por el peso de una ausencia. La directora no suele ser explícita a la hora de definir esas ausencias, esos objetos de deseo o esas búsquedas, por lo que los espectadores estamos participando de algún modo en el mismo juego que los personajes. Nosotros tampoco sabemos, también vagamos, también nos empujará, a lo largo del relato, una ausencia y la posibilidad de que una realidad sea finalmente revelada. La propia autora admite este mecanismo: “La película trata de situarse en el concepto de incertidumbre, y para eso decido que el suceso, que normalmente hace avanzar la historia, se sitúe absolutamente fuera de campo” [1]. Aunque para ampliar en esta posible clave de lectura nos vendría bien retroceder hasta la propia escena de apertura.
Un primer plano de un ojo acosado por una luz intensa. La pupila se hincha. Se contrae. Crece otra vez. El plano se acerca aún más al ojo. La luz sigue disparando a la pupila. Más zoom. El sentido de este prólogo no se hará claro y definido, pero podemos entenderlo como una pista. Algo habrá en el ojo, en la pupila y, sobre todo, en su función, la “mirada”, que nos podrá orientar a la hora de interpretar la película. La siguiente escena puede corroborarlo. Una mujer muy joven está desnuda, posando frente a un decorado. Asistimos a una clase de pintura. La cámara le dedica una mirada larga a Nadia, la modelo. Después, vemos un plano muy corto de los ojos de un alumno. Mira alternativamente a la modelo y al lienzo. La cineasta diseca la anatomía de Nadia: la mano, la mancha en el vientre. Volvemos a los ojos de otra alumna. Plano general de la modelo. Julia, la maestra, termina la clase.
Camborda compone una red de miradas alrededor de Nadia parecida a una tela de araña. Cuando, más adelante, Nadia confiesa participar en un misterioso ritual sexual en el que hay espectadores, la escena inicial resulta violentamente re-significada. “Había un hombre que estaba sentado en un sofá y no paraba de mirarme. Y a mí eso me encantaba. No me quitó el ojo de encima en toda la noche”, le dice a Julia. Después la invita a participar con ella en la siguiente ocasión, a cambiar su estatus de sujeto a objeto. Como si estuviera desafiando a la pintora a cambiar el papel con la modelo, a dejarse pintar.
Esto, con todo, no le confiere un sentido definido y claro a la relación entre las dos mujeres, pues la cineasta construye la película sobre terreno ambiguo y apenas cede a la claridad. Pero sí permite subrayar la importancia de la “mirada”, junto con la “ausencia”, como elemento central tanto en la narración como en la puesta en escena. La cámara al hombro, moviéndose con la naturalidad del documental (la mirada) se disuelve en la gravedad etérea y fotoquímica del celuloide (la presencia-ausencia).
La particularidad de estos dos motivos es, por lo tanto, su relación, casi ontológica, con el propio cine. “El ojo proyecta también su luz sobre el cuadrado de tela, acaricia las diferencias inmateriales, se hunde en el abismo ligero, la deliciosa carencia de la ‘realidad’ que desea” [2], dice el crítico y cineasta Pascal Bonitzer al respecto del fenómeno que tiene lugar en la pantalla. Postula una intervención directa del ojo en la imagen, como si pudiera tocar la ausencia, la carencia de la ‘realidad’. Esta fantasía de la mirada que se inicia a partir de la escena seminal del ojo en Arima compromete todo el texto de la película y dispara nuevas preguntas: ¿Cuánto de la presencia de los demás llevamos con nosotros cuando miramos? ¿Cuánta presencia somos capaces de retener en nuestra memoria? Tal es el ejercicio del pintor que mira a la modelo, pero, ¿dónde se produce la ausencia, en su memoria o en la imagen que está pintando?
En todo caso, esta no es más que una de las manifestaciones del tema en la película, tal vez la más metafísica y menos interesante. La idea de la “ausencia” tiene su mejor expresión en la subtrama de Julia, en su búsqueda imposible por recuperar a Ángel, su hermano desaparecido cuando era niño. La pequeña Olivia la pone sobre aviso de que un espíritu que solo ella puede ver habla de ella y de su pasado. Julia regresa a la casa abandonada, llama a su hermano. “¡Ángel!”, grita. Allí encuentra una boca de alcantarilla abierta. Recorre las cloacas sin tener muy claro qué esperar hasta que llega junto a un montón de mierda y se da por vencida. En paralelo, Ana, su madre, preocupada, la llama en plena noche. “¡Julia!”, grita también, pero a quien encuentra es a Nadia. Esos nombres chillados (Olivia, en la escena del principio, Ángel y Julia después) componen la música de la ausencia y forjan además una muy particular amistad con la escena inicial (y final) de Trinta lumes (Diana Toucedo, 2017), donde la calma de un paisaje nocturno también es violentamente interrumpida por un grito: “¡Alba!”. Lo que nos enseñará después Toucedo es una batida de vecinos buscando a una niña desaparecida misteriosamente.
Este motivo narrativo tiene mucho que ver con dos formas de la ausencia peculiares y propias de la cultura gallega. Por una parte, la “saudade”, entendida en el sentido más mundano como pérdida o como nostalgia, o en su definición más existencialista, en la línea de Ramón Piñeiro, como el “sentimiento de la soledad ontológica del hombre” [3]. Pero también está vinculado al culto de los muertos y su presencia-ausencia entre los vivos. La leyenda de la Santa Compaña o los muertos redivivos de Cunqueiro en As crónicas do sochantre, los de Risco en Do caso que lle aconteceu o doutor Alveiros y los de Castelao en Un ollo de vidro, son buena prueba del papel que juegan los difuntos tanto en la cultura tradicional como en la tradición literaria gallega. Pero en Arima no hay muertos que vuelven a la vida y, de hecho, el problema es otro, su ausencia.
Podremos rastrear mejor la cuestión si profundizamos en las raíces de esta relación tan íntima de los gallegos y sus difuntos. Explica Xaquín Lourenzo que “un hecho fundamental en esta relación lo encontramos ya en nuestra cultura de los castros” [4]. “Los muertos, en la cultura de los castros del noroeste, son enterrados dentro de la casa o en sus alrededores, siempre en contacto con los vivos. Así, las casas de los vivos son también las casas de los muertos” [5]. De algún modo, el pathos de Julia está doblemente atravesado por la pérdida del hermano y por la ausencia del muerto a su lado. En Arima late este malestar atávico, la saudade de la antigua relación con los difuntos. El énfasis no está puesto sobre Olivia y su mística capacidad para interactuar con el más allá, como correspondería a una visión más próxima a la tradición literaria, sino en la manera en que el don de Olivia agita la vida de Julia, ya de por sí condicionada por la carga de la ausencia de Ángel.
Podríamos entender este motivo de la pérdida del contacto con los difuntos como una revisión moderna de la mitología gallega, entretejida con otra pulsión atávica como es el drama de la emigración y la saudade por los migrados. Y no sería difícil aplicar esta clave de lectura a Trinta Lumes de Diana Toucedo, pues el propio gesto de comenzar la película con una prolepsis, una escena de búsqueda de una chica desaparecida, compromete la interpretación de todo el texto fílmico. En este sentido, Arima compone un mosaico de ausencias, inquietudes e incertidumbres más radical aún en su implicación de los espectadores, que nos hacemos conscientes del potencial de nuestra mirada y, igual que los pintores que intentan captar la presencia imposible de Nadia, o Julia intentando captar la presencia imposible de su hermano perdido, también nosotros intentamos ser capaces de captar una presencia imposible.
Estas ideas quieren ser un acercamiento posible a la película de Jaione Camborda, que pueda dar lugar a un análisis más amplio de una obra que encierra inagotables fuentes de significado. Espero haber propuesto algunas claves o líneas de lectura interesantes que puedan ser utilizadas para interpretar las piezas mencionadas, y quien sabe si algunos de los próximos títulos del cine gallego.