Arima: sugestiva e inquietante.
Por Ramón Rey.
Un estudio de un ojo abre Arima como secuencia inicial. Sus detalles y defectos, su pupila y ese espacio negro central, un abismo que no permite extraer nada más que una perturbadora incertidumbre. «Mirar» es el concepto simbólico recurrente que sustenta la narración del debut de Jaione Camborda en el largometraje. La trayectoria y la obra anterior de la cineasta en el campo del experimental se percibe rápidamente por el tratamiento de los personajes —herméticos psicológicamente—, el sonido o la ambigua descripción espacial del pueblo donde tiene lugar la acción de la película. Un enigma, eso es lo que propone Camborda a través de su mirada y el punto de vista que traslada con el uso de la cámara. Un hombre que persigue a otro con sus perros y una escopeta, una modelo artística que transita también lugares macabros por el placer que siente al ser observada, una niña que se comunica con un fantasma… toda una serie de sucesos que se fragmentan entre varios personajes construye lo que podría ser casi un relato de terror gótico. La cámara en mano permite también manejar parte de la tensión emocional de las escenas en las que el pasado poco a poco se revela como un espectro que mediatiza las vidas de todos los personajes.
Rodada en 16 mm, la fotografía de Arima en soporte fotoquímico supone también una parte fundamental de su propuesta discursiva y estética. La mirada se plantea aquí como un generador de dudas sobre la realidad —visible e invisible—, que tiene como consecuencia malinterpretar o desconocer lo que ocurre y nunca llegar a comprender del todo a los demás e incluso a uno mismo. La coexistencia de sus personajes como proyecciones de unas sobre otras, con evidentes resonancias entre los legados de sus historias vitales, la pérdida y la búsqueda constante de algo que nunca llegan a alcanzar abre el camino a una circularidad que se sugiere como parte del juego narrativo. Resulta ineludible, llegado ese punto, que pueda evocar ciertos elementos de Lost Highway (David Lynch, 1997) y de otras claras influencias que se deslizan de modo silencioso, asumidas como parte de un lenguaje y una perspectiva única de entender el cine como una forma de capturar imágenes que no puede alcanzar a desentrañar nunca los misterios de nuestra existencia, de las personas y del mundo que nos rodea. Para Jaione Camborda la realidad posee un sentido inescrutable que nos une y aprisiona mientras ejerce un poder del que es imposible liberarse.
En el proceso de sustraer del desarrollo argumental del film su misma esencia y las verdades obvias, el fuera de campo supone entonces una presencia imponente en cada momento dentro y fuera de la obra. El espectador se ve empujado a buscar explicaciones y una coherencia a todos los sucesos de los que es testigo, así como a las acciones de sus protagonistas. Una búsqueda infructuosa que de manera deliberada nos lleva a un estado de conciencia alterado, al ser arrastrados forzosamente a una realidad repleta de inconsistencias y extremadamente perturbadora. Miramos a unos personajes que son reflejos. Ese acto de recreación del cine nos interpela y acaba por subvertir la jerarquía. El celuloide a través de la pantalla nos mira para hallar respuestas y no encuentra ninguna. Por eso consigue Arima ser tan sugestiva e inquietante, porque nos lleva a lugares desconocidos dentro de nosotros mismos al sentirnos examinados. Porque propone cuestionar el orden aparente de las cosas y su auténtico significado: lo que somos capaces de percibir de nuestro mundo y de las personas que nos rodean y, además, reflexionar sobre lo que los demás ven en nosotros, que puede estar igual de distorsionado, incompleto y fragmentado.