Arima, de Jaione Camborda
Las inquietantes imágenes con las que arranca Arima, a forma de brevísimo prólogo, prefiguran de forma inusual las coordenadas en las que a continuación va a desarrollarse el universo del debut en el largometraje de Jaione Camborda. En ellas se muestra con un detalle casi enfermizo la morfología de un ojo humano. La cámara va penetrando en él hasta surcar sus venas, el iris y la pupila, cuya exploración devuelve una visión abstracta de lo que en principio parecía una imagen nítida e inconfundible. La directora de Rapa das bestas(2017), corto que ya demostraba su voluntad de fundirse con la materia filmada, no sólo denota en estos primeros instantes su querencia por un retrato perturbador alejado de la norma, sino que también introduce y sintetiza la mirada penetrante y misteriosa, muy por debajo de la superficie, que predominará la película.
Justo después, observamos un cuerpo femenino durante una clase de arte. Los rasgos físicos de la modelo, en plano detalle reforzado por la calidez del grano, son observados por los inquisidores ojos de un hombre, mientras el siguiente corte nos añade la mirada de una mujer sobre la misma figura. El espacio es uno de los pocos en los que se desarrollará la película, cuya acción se ubica en un pueblo de Lugo, mostrado como un lugar cerrado en sí mismo. La escasez de localizaciones –una casa, un club decadente, un parque– y el mimo que la autora pone al filmarlos en celuloide, casi como si se tratara del ojo profundo del arranque, marca en todo momento el devenir del relato. Arima gira en torno a tres mujeres y una niña, de vidas cruzadas y ancladas en ese ambiente rural, que se ven alteradas con la llegada de un hombre, ajeno a esa realidad cotidiana, de cuyo peligro parece más consciente la pequeña, vinculada a un extremo fantástico que las adultas parecen ignorar. En principio, la irrupción de esta figura intrusa –masculina– en un universo ya delimitado –femenino– vendría a representar un evidente estallido de violencia, además de cierta mística del forajido, pero su aparición sirve ante todo para transportar este debut hacia nuevos intereses.
Progresivamente, la película parece adoptar la mirada desprejuiciada de la niña Olivia (Nagore Arias), dando rienda suelta a la fabulación y el onirismo para alejarse del comentario social, o más bien en busca de enriquecer ambas vertientes. Mientras Camborda se adentra en el terreno del enigma, siempre con la fisicidad de la imagen como marca indeleble, los vínculos humanos alrededor de la pequeña se tensan y destensan, guiando el suspense a un terreno de abstracción poco frecuente. Sin apenas darnos cuenta, el dibujo cotidiano del inicio se diluye en un cine eminentemente sensorial, en cuya meritoria plasmación están sin duda los grandes fuertes de la directora debutante. Los referentes pueden ser muchos –ella cita a Maya Deren; en la forma de filmar la oscuridad del bosque o los animales se aprecia cierto influjo de Philippe Grandrieux; mientras las escenas del club y el karaoke, algo menos afortunadas, remiten levemente a un universo lynchiano–, pero lo más claro es que su forma esquinada de poner en escena lo imprevisible, así como el constante juego formal con texturas y ambientes, hallan pocos equivalentes en estas latitudes. Así, a un año 2019 notable para el cine gallego, Jaione Camborda añade en su ópera prima la posesión de una mirada singularísima, a todas luces digna de saludar.