Entre los árboles.

Por Lucas Santos

Muchos nos quedamos prendados de la tercera y última temporada de Twin Peaks pero hay que remontarse a la primera, al descubrimiento de esa comunidad enrarecida y de todo ese misterio subyacente en los episodios que vimos a principios de los noventa, para evocar las sensaciones con las que nos reencontramos en Arima, primer largometraje de Jaione Camborda, que transcurre en una pequeña localidad de Galicia en la que sólo nos familiarizamos con una reducida nómina de personajes, todos con sus secretos y con su propia ración de íntima inquietud. Y, como en Twin Peaks, hay un local nocturno en el que se congregan todos ellos, y hay también un lugar oculto ahí afuera donde pasan cosas extrañas que sólo nos son referidas indirectamente, oscuros episodios relacionados con las bajas pasiones y los límites de la sexualidad. Nadia frecuenta ese lugar, la misma joven que ejerce de modelo en la clase de artes plásticas y nos muestra una mancha sobre su piel con forma de mariposa, como si el motivo del memento mori, tan común en las naturalezas muertas de la pintura barroca, estuviera grabado sobre su cuerpo. Ella podría ser la Audrey Horne de Arima, la musa a la vez atrayente e inquietante que parece contener y a la vez proyectar el misterio con su mirada; y el deseo, el arcano y la muerte son los tres temas sobre los que pivota la película, que transcurre en un ambiente onírico e inefable como toda la obra de David Lynch.

El sentido del misterio guía también la urdimbre de la trama, en la que los agujeros van siendo cubiertos pero no del todo, dejando siempre algo incompleto. Un cierto guirigay argumental y una noche enigmática son los ingredientes también de Under the Silver Lake, un film muy diferente a Arima pero con un parecido sentido de lo oculto. Tanto el largometraje de Camborda como el de David Robert Mitchell transcurren en cierto territorio fronterizo, muy cerca de lo fantástico pero sin adentrarse en él por completo, que se viene confirmando como un fertilísimo campo para el cine de hoy, cimentado sobre capas y capas de memoria cinéfila entre las cuales las noches animadas de las películas Jacques Tourneur y las tripas del gore de los setenta han adquirido una gran importancia. O el mito vampírico, o las posesiones caníbales a lo Trouble Every Day o Grave, motivos con los que nos encontramos en Bliss, el nuevo largometraje de Joe Begos. En cierto sentido, Bliss es un extraño contraplano de Arima porque sí nos muestra la obra plasmada en el lienzo, una pintura diabólica ejecutada sin modelo, a partir de la inspiración que la protagonista encuentra en una serie de noches de total extravío lisérgico que le llenan de ansiedad a la vez que le enganchan irremisiblemente. Begos acaba componiendo una suerte de Andrei Rublev gore cuya saturación visual nos hace pensar a la vez en Mandy y en Vampir-Cuadecuc, en todas las experiencias que han llevado la noción de lo fantástico del interior del relato a la textura de la imagen.

Volviendo a Arima, el film de Camborda se acerca también a los extremos de la imagen en sus primeros compases, cuando la película se abre con planos cada vez más detallados de un ojo humano, de los capilares del glóbulo ocular y de la frontera entre el iris y la pupila captada en primerísimo primerísimo primer plano. A continuación, todo lo que nos narra gira en torno a la idea de lo que se ve y lo que no se ve; y también de lo que se oye y lo que no se oye. Por eso, más que en la saturación de la imagen y la música a tope como Begos, Camborda incide en las confidencias susurradas al oído o a través de una verja y en la oscuridad de la noche, en esa atmósfera nocturna cargada de secretos que está resultando ser un tema fundamental en las películas del nuevo y estimulante cine de autor gallego de los últimos años: la noche de Arima es la misma que la de Trinta lumes y Longa noite, incluso la misma en la que se desata el fuego en O que arde. De hecho, sus respectivos realizadores -Diana Toucedo, Eloy Enciso y Óliver Laxe- aparecen en el apartado de agradecimientos de los títulos de crédito de Arima. Camborda comparte un mismo acento cinematográfico con esos realizadores de su generación pero también parece encontrar sus raíces lejanas en un film de suma importancia para el cine español de las últimas décadas, pues Arima nos habla de una niña obsesionada con un espíritu que sólo ella parece captar, igual que la pequeña Ana presentía la presencia del monstruo en El espíritu de la colmena, la película en la que Víctor Erice fue al encuentro del cine fantástico y lo trajo a la meseta castellana. Erice y su discípulo aventajado José Luis Guerin en Tren de sombras ya nos advirtieron de que el cinematógrafo acaba siendo siempre la invocación de un espectro, de lo que se ve y de lo que no se ve. Un secreto que habita cerca de los árboles, en las afueras de Twin Peaks o en los bosques umbríos del interior de Galicia.

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