Una pupila enorme mira a cámara durante los primeros instantes del filme; y, luego, nos abduce una atmósfera, la del norte, cargada de humedad, de verdes, de grises, de lluvia a cubos. Jaione Camborda no es gallega, pero sí vasca; de hecho, «Arima» significa en esa lengua alma, y sabe que el norte traspasa los huesos y puede llegar hasta el fondo más profundo de los animales humanos. Un lynchiano bar de copas con karaoke y un tipo, «El portugués», que canta antes de estrellar un vaso lleno de alcohol en el suelo. Cuatro mujeres y una niña solitaria que, recordando a la de «El espíritu de la colmena» (Víctor Erice, 1973), cree en fantasmas y en la existencia de extrañas criaturas, en espíritus amables que la ayuden frente al extraño, protagonizan esta notable ópera prima, una absorbente historia sobre espectros, sobre secretos, sobre realidad y sueños, cargada de malos presagios y de una chorreante poeticidad que atraviesa las ramas de todos los frondosos árboles y llega hasta las nubes. Los perros ladran furiosos detrás de una inocente víctima mientras alguien espera que, dentro de un otrora majestuoso cine que hoy desaparece a pedazos, se produzca el milagro y una persona que quiso desesperadamente vuelva. Pero quizá el feroz tipo de la escopeta, como en aquel cuento de una nena vestida de rojo, sea finalmente quien atrape al lobo (o probablemente sea él mismo debajo de las ropas), y el único que sepa qué sucedió entonces, en ese bosque que sigue tan insondable como antes y como siempre. Igual que nuestra propia alma, al cabo.