La inmensa belleza, el inmenso estremecimiento.

Crítica ★★★★★ de «Arima» de Jaione Camborda.

Por Aaron Rodríguez Serrano

Quizá como deslizarse en un extraño laberinto de musgo, oscuridad, cuerpo y memoria. Así es la ópera prima de Jaione Camborda, una obra que únicamente puede experimentarse a través del respeto hacia la imagen y que exige todo cuidado del que escribe sobre ella para no explicar, aplanar o facilitar puerta de acceso alguna a su interior. Todo lo que pueda adelantarse sobre el argumento —sobre si se despliega como una película de terror o un melodrama rural, sobre las relaciones entre los cuerpos femeninos, las mitologías infantiles, las puertas cerradas o los devenires de una tormenta—, toda esa colección de lugares, espacios o escenas, serán inevitablemente una dislocación frente a lo que verdaderamente se conjura en la pantalla.

Hay que deslizarse en su interior y observar, por ejemplo, la relación entre el verde de la naturaleza que trepa por el encuadre y los rostros oscurecidos que se recortar en el interior del plano. Hay que demorarse en el temblor de la cámara —muchos planos oscilan, tiritan, tienen un ligerísimo rumor interno—, pero también en la precisión por cada uno de los gestos. Por ejemplo, en esa escena casi inicial en el que un cuerpo femenino, desnudo, se ofrece como objeto de la representación —más o menos amateur— de otra serie de cuerpos que se vislumbran levemente en el contracampo. En un momento dado, un simple plano que recoge una mano, un detalle de tensión visual, o un pliegue de la piel hermosísimamente iluminada bajo esa luz misteriosa y extrañamente cotidiana, o mejor aún, apenas unos segundos de metraje, como un parpadeo, ese mismo cuerpo desperezándose y clavando una mirada misteriosa en otro territorio —el margen derecho del encuadre— en el que no sabremos jamás qué recuerdo o qué experiencia aflora.

Arima comienza con unos planos suntuosos de unos ojos que miran directamente a cámara. Luz que desvela una mirada, y que poco a poco, va ampliando su territorio hasta convertir el ojo en otra cosa: en un cierto paisaje, en un universo interno cuya cercanía fascina y molesta a la vez. Sería demasiado obvio señalar que la película arranca planteándose el acto mismo de mirar, quizá sería mucho más adecuado apuntar que, de alguna manera, lo sobrepasa. Lo convierte en una cuestión bien diferente en la que el ojo —órgano privilegiado para intentar gozar, que no descifrar, el interior del filme— impone una presencia absoluta de lo diferente. Es la búsqueda de otra imagen nunca vista, o quizá, de otra manera de ver aquello que aparentemente se esconde bajo las incontables capas de lo cotidiano.

Parece, por lo tanto, que es necesario desanudar la relación habitual con los largometrajes narrativos para intentar inventar otro camino, aceptar el reto, posicionarse desde otro lado. Lo que, paradójicamente, no hace sino que las briznas de información que el relato va depositando lentamente en nuestras manos sean extraordinariamente valiosas. Vamos a decirlo de una vez: la historia de Arima es deslumbrante y bellísima precisamente por el respeto con el que trata al espectador y por la manera en la que sortea con infinita elegancia cualquier intento banal de explicarse a sí misma. Como con los propios fantasmas que habitan en el envés del filme, se puede creer o no en lo que ocurre en la pantalla, en lo que dicen los personajes o en lo que callan, pero poco a poco, inevitablemente, se va levantando frente a nuestros ojos —el ojo, de nuevo— un delicado y estremecedor castillo de naipes. No sabría decir si he sentido miedo ante algunas de las situaciones rodadas: basta con señalar que me han atravesado en una intimidad misteriosa sobre la que casi nunca trabaja el género de terror. Sin embargo, esos interiores deshabitados, esos nombres grabados sobre superficies que parecen caídas de otros universos, ese rumor de pájaros, lluvias y vientos que atraviesa el diseño de sonido —todo el apartado técnico de la cinta es escandalosamente bueno— provoca la sensación de deslizarse hacia un territorio ruinoso, mítico, absolutamente desconocido.

«No saber mirar, no recordar, no olvidar la manera en la que otro cuerpo nos miró. No cejar nunca en la lucha explícita a favor de un cine que no tenga que arrepentirse jamás de lo que muestra. Vivir en Arima, volver a Arima, esto es, reivindicar la potencia, la imaginación, la fantasía, repito: el misterio». 


No debería sospechar el lector, sin embargo, que Arima se mueva en una especie de nebulosa impostadamente artística para paladares exquisitos de la cinefilia. Nada más lejos. Hay un bar al que acuden los cuerpos a cantar pueriles canciones —¡y con qué amor, con qué pasión y cariño son retratados, qué manera de impedir la caricatura o la mirada de superioridad con respecto a los personajes!—, y también hay escenas de extraña violencia, y confesiones realmente espeluznantes y sensuales. Hay giros de guion, descubrimientos inesperados, hay líneas de diálogo simplemente conmovedoras —todo lo que pronuncia esa sabia anciana desmemoriada—, e incluso en el límite, hay un cadáver que permanece casi todo el rato en fuera de campo y que uno intuye, aunque no podría —ni querría— explicarlo, como el umbral pútrido y fastuoso del que emergen los secretos. Un mal crítico tendería a buscar la metáfora más enrevesada —quizá yo mismo, hace unos años, lo hubiera hecho sin pestañear. Sin embargo, a veces es mejor dejar simplemente que las imágenes reposen, se desvelen, se manifiesten por y para sí mismas. Ese es el misterio que rodea Arima: sus elipsis, pero ante todo, sus presencias.

Leía hace poco en Bachelard que hay elementos del recuerdo que, aunque suene extraño, únicamente pueden pensarse a partir del espacio. El tiempo desaparece de la ecuación y es precisamente en la materia de cada casa, en sus objetos, en sus estancias concretas, en sus habitaciones, donde tiene lugar el acto poético que permite que la memoria se ponga en marcha. Creo que Arima —en parte gracias al fantástico trabajo de dirección de arte— es precisamente una reflexión inteligentísima sobre esos espacios, sobre la manera en la que la poesía de los cuerpos muertos se resiste a abandonarlos, pero también sobre la manera en la que los cuerpos vivos intentamos gestionar nuestro placer, nuestro odio, nuestro relato familiar. Jugar en la tapia tras la que se intuye un cementerio. Atravesar el umbral de una mansión vestida o devorada por la hiedra. Permanecer bajo la tormenta. Se superponen los espacios, escena tras escena, y al final queda un suntuoso ramillete de chispazos, de sugerencias, y —créanme— un profundo agradecimiento por no saberlo todo.

No saber mirar, no recordar, no olvidar la manera en la que otro cuerpo nos miró. No cejar nunca en la lucha explícita a favor de un cine que no tenga que arrepentirse jamás de lo que muestra. Vivir en Arima, volver a Arima, esto es, reivindicar la potencia, la imaginación, la fantasía, repito: el misterio. Acceder a la sala de cine como se accede al taller de un orfebre que, con imágenes, crease un objeto extrañamente sexual y extrañamente sagrado. Ver una película y tener, por momentos, la extraña sensación de que todo el futuro de la imagen, todas sus posibilidades, están por llegar.

Quizá sean fantasmas, claro. Pero están por llegar.

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