El silencio de un hombre

Por Jonay Armas

Siempre nos falta una pieza. En la vida parece imposible estar feliz del todo y en el cine, para que se nos conmueva, hace falta primero un divino desconcierto, el derrumbe de nuestras convicciones, que decía Alain Bergala, que una pieza nunca encaje para que la sustituyamos por la fascinación del misterio. A Arima también le falta una pieza y Jaione Camborda tiene la valentía de no rellenarla, para que a través de ella penetre el misterio de lo irresuelto, de la vida en continuo, del caminar con las heridas que no se
cierran nunca. ‘Arima’ significa alma, “aquello que ves a través de la niebla, aquello que intuyes pero no consigues ver con claridad”, según la propia película, y es normal que en ese territorio desconocido se abracenmiedo y deseo. El miedo de lo desconocido y el deseo por conocer.
La película sigue el universo cotidiano de cuatro mujeres que cargan, cada una, con sus particulares traumas: un hermano desaparecido, la ilusión del reencuentro, la madre ausente, personajes heridos. Y con el deseo de retratar a esos fantasmasnatravesando los fotogramas de Arima, la película se acoge a los elementos fundacionales del cine de género, esos tan básicos pero también eternos, con los que construir una mitologia alrededor de estas historias femeninas. Ahí está la niña acercándose con inocencia a una escopeta por primera vez, como si se tratase de un western contemporáneo, o la mujer que busca a su hermano perdido entre la niebla, como si esta fuese una pelicula del mejor Jacques Tourneur, y como si la cineasta atravesara, con la ayuda de sus actrices, las ruinas de unos géneros tan desaparecidos como Ángel, ese hermano que nunca regresó.

Y si, esta es una película de fantasmas, que empieza con el primer plano de un ojo, como si el sentido de la vista comenzase dudando de todo aquello que contempla y que siempre sentirá que se le escapa todo aquello que no puede mirarse, pero si sentirse. Una
película de fantasmas, como han sido todas las grandes películas salidas de esta refulgente hornada gallega del último lustro y también como todo el gran cine que marca el final de esta última década. Camborda, además, filma a veces con teleobjetivos, desde la distancia, con las texturas y las formas propias de los años setenta, justo aquella época en la que los géneros que aborda el film venían a ponerse en crisis por primera vez. De forma que lo que empieza como una película costumbrista en la Galicia profunda se transforma en el epitafio para todos los thrillers del pasado siglo, también en la constatación de que es imposible huir de aquello que hemos dejado atrás y; como esa niña que juega a imitar el mundo de los mayores, termina obligada a empezar de cero y buscarse a sí
misma en el proceso. La diferencia está en que Arima es consciente de que ese camino que transita fue derrumbado hace tiempo, y que en él solo encontrará fantasmas, como ese hombre que arrastra consigo a la desesperación a las mujeres del relato, pero que co-
mo espectro de un cine pretérito ya no puede decirnos nada. Si todo comenzaba con un ojo que reconocía su incapacidad para ver a los espíritus, el film de Camborda también acabará reconociendo incapaces a las palabras.

Publicada en El Caimán Cuadernos de cine en febrero de 2020